top of page

Bruno

Un repentino escalofrío le recorrió el cuerpo. El hombre se ajustó el albornoz y tocó el icono de llamar una vez más. Era la quinta llamada en diez minutos que llamaba a su representante y esta vez como las anteriores, obtuvo la misma respuesta: una locución impersonal que le informaba de que el teléfono se encontraba apagado o fuera de cobertura.



Sintió ganas de arrojarlo al otro lado de la habitación pero mantuvo la calma. El pequeño aparato podía ser su única vía de comunicación con el resto del mundo, y la única forma de salir de allí con vida.


Encendió el televisor, un mastodonte de setenta y siete pulgadas, a la altura del lujo del resto de la estancia y del hotel. Pasó rápidamente los canales extranjeros y se detuvo cuando aparecieron los nacionales. Había uno que parecía ser de noticias locales. Entrevistaban al entrenador de un pequeño equipo de fútbol de un pueblo del interior del país. Regresó a los otros canales. Ningún canal tailandés informaba sobre lo que estaba pasando en las calles de Bangkok. No había soltado el móvil por si le devolvía la llamada, lo desbloqueó por enésima vez, llamó a su representante de nuevo y en un acto reflejo miró a través de la cristalera, hacia abajo. Un grupo de tres personas acababan de atrapar a otra. Uno le mordía le mordía la pierna a la altura del gemelo, y las otras dos le devoraban la cara y el torso, respectivamente. Horrorizado apartó la mirada y comprobó que acababa de saltar el buzón de voz.


Bruno caminó hasta el baño, abrió el grifo, y por simple manía dejó correr el agua unos segundos antes de refrescarse. Aquello no podía ser real, pensó, antes de meter la cabeza directamente debajo del chorro. El fin del mundo tenía que pillarlo justo en el otro extremo del globo, a casi diez mil kilómetros de casa. Una sonrisa sarcástica apareció en su rostro antes de secarse con la toalla. No, Tailandia no había sido una buena idea, pero haberse quedado en Alicante hubiese sido muchísimo peor. No era uno de esos hombres a los que les gustaba acompadecerse. Había cometido muchos errores en la vida y sin duda se arrepentía de la mayoría de ellos. Tal vez el mayor de ellos había sido rodearse de las personas menos adecuadas, de las mujeres menos adecuadas. Pero ser actor de cine para adultos era la puerta de entrada a demasiadas tentaciones.


Unos pasos apresurados por el suelo enmoquetado del pasillo lo sacó de sus pensamientos. Debían de ser más de tres personas, tal vez cinco. No una ni dos. Las suficientes como para que el sonido llegase al interior de la habitación, una suite del máximo lujo insonorisada, pensada para el descanso del cliente. Tal vez toda la planta estaba escapando en aquel mismo momento. Se acercó a la puerta. Dos horas atrás había llamado a recepción. En su mal inglés había preguntado que ocurría. Nada más levantarse había visto dos personas lanzarse por el balcón de otro hotel al fondo de la calle. Todo estaba en orden, le habían informado con nerviosismo en un perfecto inglés. Un rugido que no era de este mundo seguido de un grito que pronto se desvaneció lo dejó congelado a solo un metro de observar por la mirilla. Fuera lo que fuera no lo dejaría entrar. Corrió hasta el sofá del salón y lo arrastró como pudo hasta dejarlo encajonado contra la puerta, ocupando toda la entrada. La barbarie se había desatado con rapidez, como una tromba de agua que nadie espera en una cálida tarde de verano. Se llevó las manos a la cabeza y busco donde sentarse. Había una silla junto al teléfono. Aprovechó y pulso el botón 1. Esta vez nadie descolgó en recepción. No saldría al pasillo. Pasara lo que pasara no saldría de la habitación. Lo meditó unos segundos y descubrió que en la situación en la que se encontraba podía pasar cualquier cosa. Tal vez si el hotel se incendiaba. Sí, si sentía el calor de las llamas y veía gente caer de las plantas superiores envueltos en llamas entonces sería el momento de escapar al precio que fuera.


Agobiado, puede que abandonado para siempre, se dirigió al cuarto de baño.


Su vida le había regalado demasiados placeres. Más de los que merecía. Más de los que merecía ningún hombre. Los suficientes como para hacer que todo tipo de placer fuese superfluo. Lo había hablado muchas veces con su psicóloga. La había mirado con deseo y justo un instante después la había repudiado. Las mujere siempre habían sido una cosa extraña para él. Tenía fama de conquistador pero lo cierto es que nunca había hecho nada para conquistarlas. Era un encanto natural, un don y a la vez una maldición. Con eso le bastaba para llevárselas a la cama. La mayoría de las veces ni siquiera tenía que decir a que se dedicaba profesionalmente.


Accionó el monomando y el chorro del agua se detuvo. Estaba en la temperatura perfecta. El infierno fuera y un oasis de templanza en su límpida bañera de hotel. Pensó, quizás, el últino lugar limpio y claro de todo el edificio.


Se deshizo por fin del albornoz y se introdujo en el agua. Pensó en Jennifer.


La madre de su hija era la mujer con la que había matenido la relación más duradera. No había sido ni de lejos la mujer de su vida. No, a él no le pasaban esas cosas. Eso era para los que tenían una vida normal, para los que dormían todas las noches junto a la misma mujer; para los que habían amado a una, a dos, para los que alguna vez se habían enamorado hasta las últimas consecuencias de hasta tres mujeres distintas. Él no, y no porque no hubiese querido.


Se echó hacia atrás hasta que su cabeza tocó el borde redondeado. Le pareció escuchar un leve rumor, como si hubiera alguien al otro lado de la pared, agonizando, susurrando por su vida.


Conoció a Jennifer en un hotel de Benidorm. Era la camarera más guapa que había visto. Una mujer con un atractivo inigualable. Jamás olvidaría como lucían sus piernas aquella noche, ni la sombra de ojos alrededor de sus ojos azules. Diez años atrás el era otro pero el mismo imbécil que ahora. Más impulsivo, la única diferencia. Jennifer, una mujer más, ya por aquel entonces el sexo se había desvirtuado completamente para él. Como una droga, más como un remedio para aliviar que sentía, que una verdadera pulsión de disfrute. Con ella vivió lo más parecido a un noviazgo, por eso se relajaron, y fruto de ello llegó Clara. Pensó en ella y sintió ganas de llorar. El fin del munod había tenido que pillarlo a casi diez mil kilómetros de su hija. ¿Estaría pasando lo mismo en España?


Cerró los ojos y se hundió. Se sumerjió todo lo que pudo en la impoluta bañera blanca. Solo deseaba ver por última vez a Rebeca. Maldijo la hora en que había aceptado el rodaje en Tailandia. Llegó al fondo y deseó con todas sus fuerzas que una manos putrefactas rompieran la quietud del agua y se aferrasen a su cuello. Era extremadamente complicado morir entre aquellas cuatro paredes.


Salió a la supeficie boqueando agitado. Había tragado algo de agua y ahora su cuerpo luchaba por expulsarla.


Clara.


¿Dónde estaba su móvil? No le hacía falta. Había un teléfono en el cuarto de baño, recordó.


Salió del agua sin preocuparse en derramar un litro con ello. Durante su baño el aire acondicionado había dejado de funcionar. Había dejado la puerta del balcón abierta. Todo el calor y la humedad de Bangkok penetraban impunes en su apacible cárcel. Se puso el auricular en la oreja y comprobó que o había tono. Afuera, las sirenas la policía no dejaban entender el mensaje que estos mismos reproducían a través de los megáfonos. "Calma...", "Cerrar puertas y ventanas...", le pareció entender en el momento en que las decían en inglés. Pero su inglés era muy malo. Recordó como una vez había bromeado con alguien diciendo que los actores porno eran los únicos que no necesitaban aprender otros idiomas. Qué idiota, y cuánta razón tenía.


Clara estaba al otro lado del mundo, y él solo y desnudo en una suite de un hotel de Bangkok. La niña debía de estar preparándose en aquellos momentos para ir a clase.


Buscó una toalla en el armario.


Como todo hombre que no era un ejemplo para nadie las deudas habían acosado a Bruno. Demasiada generosidad con personas que apenas conocía. Odiaba autocompadecerse. Se secó la cara, el cuello, el pecho, los brazos, la espalda... Se puso de rodillas y marcó el código en la caja fuerte. Utilizaba la caja fuerte en todos los hoteles a los que iba. No tenía dinero. No merecía la pena guardar ahí los pocos bahts que había cambiado. Extrajo solo una diminuta bolsa de plástico transparente con cierre de seguridad. Alguien gritó en la habitación a la derecha de la suya, o tal vez dos o tres habitaciones más allá en la otra dirección. En aquel país podía irse varios años, o toda la vida, a la cárcel por solo unos gramos de cocaína.


Bruno esparció el contenido de la bolsita en la mesilla de noche y fue a por la tarjeta de la habitación que reposaba en el cajetín que activaba la corriente eléctrica.


Si había aceptado rodar unas escenas en Tailandia era porque necesitaba dinero. Le debía a demasiada gente lo suficientemente importante y peligrosa como para dejar de pagar. Siempre se había hecho cargo de sus deudas, pero esta vez se había extralimitado. En el último año se había gastado todo lo que había ganado durante los diez anteriores. Tal vez todavía no lo fuera pero ya se sentía un yonki, un adicto de aquel polvo blanco que había tenido que conseguir hasta en una de las ciudades del mundo más peligrosas para ello.


Dejó la tarjeta sobre la mesilla ya completamente limpia de todo rastro y se dejó caer en la cama desnudo y mojado de cintura para abajo. Un risa ridícula seguida de un impulso irrefrenable por correr y saltar se apoderaron de él. Los miembros le temblaban, comenzó a toser, y a sentir un gran nerviosismo. Veinte mil euros. Si no pagaba lo que debía podía olvidarse de Clara y de Jennifer si es que algo terrible no les había ocurrido antes. Se puso de pie porque su cuerpo no podía seguir soportando la horizontalidad. Le tenía cariño, no quería que le pasara nada a Jennifer, se sentiría muy mal llegado el caso, pero Clara... No, Clara no. Eso ni pensarlo. Daría la vida por su hija. Estaba deseando darla. Salvarse, liberarse, quedar en paz con todo y con todos y dejar atrás el frívolo mundo en el que se había convertido su vida. Convertirse en una criatura pululenta, a medio camino entre esta vida y la otra. Ser consciente de como su cuerpo se pudre su propio cuerpo. Notar como todo los órganos y miembros con los que tanto había hecho y sentido se corrompen y no puede hacer nada. Nada más le quedaba. Nada más merecia sin corazón ni alma. Una taquicardía estaba desbocando el corazón en su pecho. El salón de la suite daba vueltas, ¿o acaso era él que se había en una carrera frenética sin rumbo? No había amado nunca jamás a una mujer, en realidad se sabía un misógino. Le pagaban por acostarse con ellas. No eran más que unas herramientas de donde sacar dinero. Se admiraba y se despreciaba por ello. Pero odiaba autocomparecerse. Por eso había ido a Bangkok a rodar. Trabajo fácil. La productora pagaba bien aquellos desplazamientos, las escenas más sencillas en los lugares más exóticos. Él sabía lo que hacía. Mujeres. Dinero fácil. Mujeres.


De repente vio una luz, una superficie pulida, brillante y luminosa y fue hacia ella. El mundo estalló en mil pedazos y despertó sobre una dolorosa alfombra de cristales en la pequeña terraza. Clara, pensó, dónde está mi hija... Sangraba por la nariz y todo su cuerpo era una colección de cortes. Apoyó las palmas en el suelo y se levantó sin apenas sentir las decenas de cristales anclados como garfios transparentes a su piel. En el balcón de enfrente tres de aquellos seres que ya no eran humanos devoraban a un hombre que no había logrado saltar al vacío. Abajo, personas y monstruos corrían en una carrera por la vida en la sorteaban otros cuerpos, otros monstruos, y vehículos en marcha abandonados en la acera y la calzada. Clara estaba allí. Sola, en mitad de aquel desierto de barbarie. Bruno se inclinó un poco más. Lo llamaba. Alzaba sus pequeños brazos hacia él. Las sirenas de la policía retumbaban a lo lejos. Clara cada vez se hacía más grande, más alta, cada vez estaba más cerca. Tenía que ayudarla. Ponerla en un lugar seguro y quedarse él en su lugar, en la calle, solo y desnudo, esperando la liberación de las alimañas. Casi podía tocarla con la punta de los dedos. Clara venía a toda velocidad hacia él, con los brazos hacia arriba y la boca abierta en forma de un negro pozo de asfalto.

1 visualización0 comentarios

Entradas Recientes

Ver todo

Diana

Oscuro

bottom of page