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Christine

John sólo tenía la compañía de Christine. Hacían una extraña pareja, no había duda de ello, y por esa razón él prefería mantenerla oculta a la vista de la gente. Christine descansaba en la trastienda mientras el se encargaba del negocio familiar, aquella pobre gasolinera, la única herencia familiar que había recibido junto al alcoholismo.

Su trabajo como gasolinero no era el más emocionante del mundo, y además ser el único surtidor en decenas de kilómetros a la redonda entrañaba el gran riesgo de ser la presa favorita de todos los rateros del Medio Oeste que se perdían en la mitad de la planicie del estado de Kansas. Los inviernos eran duros, y los veranos insoportables en aquel lugar. Pero aquel agosto era diferente. Christine estaba con él y esperaba que se quedase hasta el otoño. La vida de gasolinero solitario era muy monótona, pero con ella era todo distinto. Sin embargo John albergaba serías dudas en cuanto a la durabilidad de su relación con la muchacha. El otoño aún se antojaba demasiado lejano, y aquella última semana de agosto estaba siendo especialmente sofocante, lo que desagradaba a John y era desastroso para Christine.


Hacía tan sólo nueve días que ella había entrado en su vida y ya se le hacía terrible tener que separarse de ella. Quería retenerla para siempre, su mayor deseo era hacer que se quedase para siempre con él.

Recordaba como el momento más feliz de su vida el día que la había visto llegar en su descapotable rojo que ahora permanecía aparcado entre unos matorrales tras el edificio de la gasolinera. Se enamoró enseguida de sus ojos azules, y sintió una sensación que nunca había sentido cuando la vio bajar del vehículo y dirigirse adentro para pagarle la gasolina y una barra de chocolate que tomó de las escasas existencias que tenía en el establecimiento. Su cuerpo, tan frágil como exquisito, engalanado con un vestido de flores, le pareció lo más bonito que habían visto nunca sus ojos. Entonces se sintió contrariado, se maldijo. Recordó lo que le había dicho su madre durante su adolescencia sobre mirar a las chicas, recordó como su padre bebía y nunca estaba en casa, recordó como le pegaba las pocas veces que estaba en casa, recordó las tediosas misas los domingos por la mañana, recordó que era domingo, recordó la vez que su madre le dejó sin cenar por espiar a través del seto a la hija de los vecinos. Un aluvión de sensaciones lo poseyó, quiso gritar, quiso llorar, y entonces dio un puñetazo sobre el destartalado mostrador de su gasolinera y su nueva clienta se giró hacia él sobresaltada. No podía dejarla marchar.

La joven gritó y corrió hacia la salida, pero él estuvo unas décimas de segundo más rápido y la alcanzó justo debajo de la puerta. Se abalanzó, la agarró por un tobillo mientras ella no dejaba de gritar y pataleaba tratando de defenderse. Pero no pasaron muchos segundos hasta que John logró hacerse con el control. La lanzó contra una estantería tan paupérrima como el resto del local, y la muchacha chilló y cayó dolorida, demasiado débil como para intentar levantarse y escapar otra vez. Entonces John la agarró del cuello y colocó todo su cuerpo encima de ella. Le bastaba una mano para quebrarle la vida, pero su madre le había enseñado que Dios era misericordioso, y él estaba dispuesto a serlo.

—Dime como te llamas, te dejaré vivir —. Le dijo con su sucia barba sobre la tersa y rosada piel del pómulo de la mujer mientras ésta luchaba por seguir respirando.

Apenas un susurró, un hilo de voz fue la respuesta y después el cuerpo hermoso y liviano de la joven dejó de estremecerse.

John se odiaba por lo que había hecho, pero sabía que ya no había vuelta atrás. Echó el cierre y aquella misma tarde disfrutó de ella varias veces sobre el pegajoso suelo del local que no había limpiado en años. Más tarde la llevó a la trastienda, la tendió sobre su camastro y volvió a entregarse sobre ella.

A cada día que pasaba John se percataba un poco más de que Christine era su única compañía. Las charlas con los camioneros no le llenaban tanto como compartir los momentos que compartía con ella. Pero sobre aquel camastro, en aquella calurosa trastienda mal ventilada Christine estaba dejando de ser quién había sido.

Llegaba el momento de decirle adiós. Pero tal vez había una manera de despedirla y al mismo tiempo dejarla consigo. Detrás de la gasolinera, entre los arbustos y las malas hierbas donde había ocultado el descapotable también crecían algunas flores. John había pasado noches enteras contando todas y cada una de las flores del vestido de Christine. Estar entre las flores era el destino de ella, y esto le permitiría seguirla visitando, podría despertarla de su descanso eterno cada noche, y devolverla a él al amanecer; y así hasta que no quedase nada de ella, o hasta que sus ojos vieran a otra mujer tan hermosa como Christine.



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