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Diana

Actualizado: 11 nov 2018

La chica apagó el televisor y se asomó al balcón con discrección. Hacia pocos minutos que habían dejado de emitir. Abajo en la calle, el bullicio de otros días y las escenas truculentas habían dado paso a un escenario desolador, con cuerpos en descomposición pudriéndose al sol, y esporádicamente, alguna de esas criaturas deambulando de aquí para allá. Ella no había salido en cuatro días, cuando todo empezó. Escuchó pasos en el piso de arriba pero ni siquiera hizo ademán de entrar en casa de nuevo. Fuera quien fuera, fuese lo que fuese, ya no podía hacerle daño.



No había nadie en su casa. Oportunamente sus padres habían marchado de vacaciones a la costa cuando todo empezó. Pero eso no la asustaba. Ni siquiera pensaba en ellos. Siempre había oido que en caso de catastrofe o desatre natural las ciudades se convertían en auténticas ratoneras, el peor lugar donde se podía estar. Por eso no temía por sus padres, porque era bastante probable que ya estuvieran muertos. Los informátivos habían mostrado que estaba pasando por todo el mundo, y Barcelona no era una excepción. Diana había decidido que ya no iba a sufrir más. Al menos no en vano, no por causas perdidas, o por personas que no merecieran la pena. De hecho, esa era la razón por la que no había acompañado a sus padres. Necesitaba tiempo, soledad. Ni siquiera había quedado con sus amigas. Era la primera semana del verano después de los éxamenes y hasta que vio a los muertos levantarse de las aceras Diana solo había pensado en morir.


Sacó el móvil del bolsillo. La electricidad se había ido la madrugada anterior mientras lo cargaba pero por suerte había vuelto al cabo de una hora. Los pilares de la civilización se tambaleaban. Se fijó en la diminuta cifra en la esquina derecha de la pantalla. Ahora volvía a tenerla casi al máximo pero por si volvía a ocurrir, decidió activar el modo ahorro. Entró en casa y encendió el televisor de nuevo. Un recuadro estático en el centro de la pantalla indicaba que no había señal. Los ojos se le fueron a una fotografía en la repisa. Su hermano y ella posaban de frente, abrazados, en la entrada de un parque de atracciones en Madrid. Ella debía contar con unos nueve años y él trece. En él sí pensaba. La última vez que había chateado con él se encontraba en un tren llegando a Eindhoven. Alberto se había marchado tres semanas atrás con un grupo de amigos. Iban a recorrer Europa, uno de esos viajes que se recuerdan toda la vida. Ya habían estado en Francia y Bélgica, y en el mes y medio siguiente tenían pensado conocer Holanda, Alemania, Austria, Suiza, Italia, y desde Génova tomar un barco hasta Barcelona y luego por carretera volver a casa. En Alberto si pensaba. Podía estar en cualquier parte y vivo. Tal vez su tren nunca llegóa Eindhoven. Quizá a pocos minutos de entrar en la estación una mujer se levantó de su asiento convertida en uno de esos seres del otro mundo y atacó a su acompañante y pararon el tren. O quizá atacó a Alberto y ahora él también pertenecía a los del otro mundo.


El mundo se iba a acabar y Diana lo sabía.


Apagó el televisor y en la pantalla negra vio su cuerpo dejándose caer en el sofá.


Repasó su lista de contactos. La última vez que sus padres estuvieron en línea fue tres horas después de salir de casa. El último mensaje de Alberto era hacía casi cinco días. Con Cristina se había estado mensajeando hasta dos días atrás. Carla siempre tardaba en responder, a veces horas, pero había estado muy activa, sobretodo en Twitter, hasta que la madrugada pasada había dejado de publicar y de compartir todas esas imágenes de personas que buscaban a sus familiares desaparecidos. Lourdes, su otra gran amiga, le había comentado esa misma mañana que estaba muy preocupada por su novio no le había dado las buenas noches y temía por él. Aleatoriamente siguió desplazándose por la pantalla, abriendo de vez en cuando alguna pantalla de chat. Todavía quedaba mucha gente en línea, pero había decidido que no le iba a escribir a ninguno de ellos, ni siquiera a los que falsamente se habían interesado por si ella y su familia estaban bien. Cotillear sobre el fin del mundo en las redes sociales era lo más frívolo que había visto en la vida. Ninguna de aquellas personas merecía su atención batería que le quedaba a su teléfono, familiares a los que hacía años que no veía y conocidos a los que ni siquiera conocía.


Casi al final de la lista de contactos encontró el chat de Marcos y se detuvo con una mezcla de miedo, rabia, e importencia. "Volveremos, y sé que lo sabes", era de hacia dos semanas, el último mensaje que había recibido de él. Nunca le respondió, en lugar de eso fue directamente a denunciarle. Recordaba perfectamente ese día. Ya habían roto, pero él seguía comportándose como si todavía fueran novios. Lo amaba; sí, y tanto que lo amaba. A pesar de todo, a pesar de las vejaciones, a pesar de hacerla sentir sucia, a pesar de todo lo que le decía en público y en la intimidad. "Estás enganchada a él como una droga, tienes que dejar a ese cabrón", le dijo Carla una y mil veces y tardó casi seis meses en hacerle caso.


Volvió a escuchar pasos en el piso de arriba y por el pasillo del edificio. Había cerrado con llave y puesto el pestillo, esa era toda la seguridad con la que contaba. Pero ya nada podía asustarla.


Abrió el chat de su exnovio y para su sorpresa descubrió que había estado en línea hacía tan solo cuatro minutos. Tenía de foto de perfil un selfie que se habían sacado una noche de fiesta. Había recortado el lado donde salía ella. Sentimientos contradictorios la invadieron. ¿Temía por él? Sí, y en las últimas horas había pensado más en él que en sus propios padres. Bloquearle era lo más sano que podía hacer y sin embargo no era capaz. Tenía vívido en la memoria la vez que le había arrebatado el móvil en un centro comercial y lo había arrojado a una papelara. También la vez que no la dejó ir al cumpleaños de Cristina porque habrían "muchos chicos". O cuando le pegó una bofetada cuando le recriminó que sus celos eran injustificados. Lo dejaron, y siguieron quedando, "para arreglarlo", para arreglar lo que ya estaba terminado. Pero su comportamiento no variaba. La seguía a casa para ver si volvía con alguien, cada vez que se veían le preguntaba a quien estaba conociendo, y contestara lo que contestase la llamaba puta. Cristina tenía razón cuando le decía que la estaba "jodiendo psicológicamente". La última vez que se vieron no pudo soportarlo más y tuvo que denunciarlo. Con la orden de alejamiento el acoso cesó, pero el daño ya estaba echo. Diana sabía que iba a repetir curso. Las últimas dos semanas, las más importantes de cara a los exámenes, las había pasado en la cama. Encerrada en su habitación, haciendo como que estudiaba, con un frío tremendo en los huesos y en el corazón, tapada hasta la cabeza bajo las sábanas. Ahora que el mundo se acababa se sentía estúpida. Lourdes le había dicho que era depresión, pero ahora con la muerte caminando más viva que nunca por las calles, abandonada para siempre en el mundo putrefacto, afloraban las emociones que habían permanecido enmascaradas.


Un golpe seco, como el de un cuerpo abatiéndose contra una puerta, sonó en el pasillo. Marcos estaba en línea. Tocó sobre el recuadro blanco donde iba el texto y al desplegarse el teclado sintió un mar de nostalgia y una punzada de odio recorrieron sus entrañas. Era una locura, un sinsentido, pero de alguna forma tenía que poner las cosas en su sitio, de revertir todo el maltrato sufrido. El fin de todas las cosas, el inicio de una sociedad de almas errantes, sin justicia, sin ley. Si lo hacía tenía que hacerlo ya. Si la televisión había caído los servicios de Internet no tardarían mucho.


"Hola", escribió con dedos temblororos. Apenas sabía lo que hacía. Un torbellino de sensaciones contradictorios recorría todo su cuerpo.


"Hola", apenas tardó treinta segundos en contestar. "No puedo escribirte. Tengo una orden de alejamiento. Por tu culpa", añadió pero ya el mal estaba hecho.


"Lo sé. Lo siento". Tenía que interpretar el papel a la perfección. Necesitaba ser convincente. "Perdóname, me equivoqué. ¿Cómo estás? ¿Por allí igual que aquí?" Marcos vivía a las afueras, apenas a quince minutos en coche del bloque de apartamentos de Diana y su familia.


"No importa", había mordido el anzuelo. "Estamos todos bien. Pero esto me traerá problemas. No quiero problemas".


"Me alegro que estéis bien. Pero no, tranquilo. Iré al Juzgado. Retiraré la denuncia. No te pasará nada. Lo siento. De verdad, perdóname. Nunca debí hacerlo. Nunca. Nunca debimos dejarlo".


Diana no podía ver a Marcos pero era capaz de imaginar su expresión de soberbia.


"Cometiste un grave error, Diana. No sé si ahora tenga remedio", ese era justo el tipo de respuesta que estaba esperando.


"Sí, sí lo tiene. Te necesito. No me puedes dejar así. No nos podemos quedar así".


"No sé si podré ya a estas alturas..."


"Ven". El todo o la nada. "Por favor, ven. Te necesito. Los dos sabemos que nos necesitamos".


Marcos tardó unos segundos en ponerse a redactar su respuesta. Unos segundos que a Diana se le hicieron eternos en la inquietante atmósfera en el cuarto piso del edificio, completamente desierto.


"¿Quién está?"


"Estoy sola", esa era la única verdad que le había dicho en toda la conversación. "Por favor, ven. No me puedes dejar aquí sola. Tengo miedo".


"De acuerdo", la respuesta no se hizo esperar.


"Gracias", toda la tensión desapareció de un plumazo, pero siguió con la actuación. "Gracias, cariño. Muchas gracias. Ven lo más rápido que puedas. ¿Tienes el coche?".


"Sí".


"Bien. Ven por favor, y sácame de aquí".


"Tranquila. Salgo para allá".


"Ten cuidado, por favor. No querría que te ocurriese nada". Su falsedad olía tan mal como los cuerpos sin enterrar que se podrían desde hacía cuatro días en el asfalto. Pero a Diana eso ya no le importaba.


"No te preocupes. Ahora te veo. Estate lista..."


"Sí. Te quiero".


Marcos dejó de estar en línea y la joven pulsó el botón de bloqueo del teléfono y se recostó con los brazos extendidos en el sofá. Ya está. Estaba hecho. Lo más difícil, o tal vez lo más fácil estaba hecho. Aún no era capaz de creer que lo acabara de hacer. Lo había engañado. Lo había logrado, y sin embargo, un miedo repentino, unos nervios peligrosos que hacían temblar la punta de sus dedos. Desbloqueó el móvil en un acto reflejo. Le quedaba un 94% de batería restante. Solo por mantenerse en movimiento y librarse de aquella sensación buscó el cargador y lo enchufó. Se puso las manos en la cabeza. Sin tráfico, y si no encontraba ningún contratiempo, Marcos no tardaría más de diez minutos en llegar. Tenía miedo, sentía rabia, y temblaba de arriba a abajo. Pero también sentía pena, dolor y tristeza, y aquellas tres emociones pesaban como una losa y eran el catalizador de las otras. Tenía que hacerlo. Tenía que hacerlo y lo iba a hacer.


Hecha un manojo de nervios se dio la vuelta y se dirigió a la cocina. Abrió el cajón de los cubiertos, pero no vio nada que le diera la suficiente seguridad. Lo volvió a cerrar, y entonces, en un momento de claridad, como en mitad de una revelación, abrió el segundo cajón por debajo del que acababa de cerrar y los vio, reposando en el impecable estuche negro. Diana se tapó la cara y se echó a llorar. Ya no había vuelta atrás. En cuanto pusiera un pie en la casa iba a apuñalarlo hasta la muerte. Siempre y cuando, la criatura del pasillo dejase algo de él.

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