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Caminar

Probablemente fue la gimnasia lo que me salvó la vida. Estaba acostumbrado al ejercicio físico, a correr, a caminar. Y ese era mi trabajo y el de tantos otros en Sachsenhausen. Teníamos la tarea más sencilla del campo: caminar. Caminar durante horas, sin turnos, sin pausas, sin destino; sólo caminar y caminar dentro de las botas de nuestros verdugos hasta que estos decidían que ya era suficiente. Pero normalmente la muerte y la fatiga decidían por ellos.


Cuando uno caía desplomado rápidamente otros prisioneros salían del margen de la pista y lo retiraban. Si todavía estaba vivo el guardia de turno lo ejecutaba de un tiro en la cabeza. Si por el contrario ya estaba muerto, se lo llevaban directamente fuera y los arrojaban a una fosa común. Pero antes, otro desdichado le quitaba las botas y se las ponía, ocupando su lugar.


Nunca sabíamos cuanta distancia recorríamos, pero un oficial de bata blanca apuntaba cada poco algo en su libreta. Contabilizaba nuestras muertes y examinaba las suelas de nuestras botas de vez en cuando.


A veces señalaba a uno de nosotros, e inmediatamente el guarda le ordenaba detenerse. Entonces el prisionero tenía que pararse, quitarse las botas, ponerlas en la mesa del oficial que lo apuntaba todo, y abandonar el recinto. Nunca lo volvíamos a ver.

Era absurdo. Las nuestras eran las muertes más absurdas de Sachsenhausen. Caminar dando vueltas hasta la muerte mientras un rubio oficial de bata blanca registraba nuestra agonía.


Años después supe como nos llamaban. Éramos el Schuläuferkommando, el “batallón de los patinadores”. Si sobrevivió alguno más nunca lo he sabido. Nunca volví a ver a ninguno de mis “camaradas”.



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