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Un camino de escamas

Lázaro subió el último peldaño y vio la puerta abierta. Su cuerpo, maltrecho y enfermo, reaccionó de inmediato. Un nerviosismo como no había sentido desde que empezó con el síndrome subió vertiginosamente cargado de acidez y bilis desde su estómago hasta su garganta, haciéndolo reprimir una arcada que quedó reducida a una secreción de vómito en la comisura de los labios.


El oficinista se llevó la mano al vientre y se dobló todo lo que pudo tratando de recomponer la consistencia de sus intestinos.


Cecilia acababa de llegar a casa y la puerta estaría a punto de cerrarse o por el contrario se había marchado y había olvidado cerrarla.


Lázaro se acercó con una mezcla de curiosidad y ansia y al llegar al umbral se percató de que un tenue resplandor brillaba en el interior la casa. Empujó la puerta levemente y aquel familiar olor a talco penetró en su nariz, liberándola momentáneamente de la pestilencia y de la propia fetidez a la que ya estaba habituada. Avanzó dos pasos en el interior y se sintió extraño, temeroso y algo avergonzado, pero a la vez emocionado. El apartamento no distaba mucho de lo que era el suyo. La distribución era prácticamente la misma, el mismo tipo de casa con techos altos y arquitectura antigua de principios de siglo, lo normal en aquella parte de la ciudad. No le fue difícil averiguar que la luz provenía del interior del dormitorio principal. Cuando quiso darse cuenta, estaba de nuevo en el umbral de otra puerta.


Encontró lo que deseaba pero no se atrevía a confesar. Un deseo secreto y un impulso que creía olvidado.


Cecilia estaba ante él sentada de espaldas en la cama. Su espalda blanca empolvada de talco le daba el aspecto de un lagarto decrépito a punto de fallecer. El polvo blanco encima de la piel descompuesta había creado un camino de escamas que se reproducían desde los hombros hasta la pelvis, un espectáculo triste de belleza decadente, pero que hizo recordar a Lázaro los tiempos en los que las mujeres eran una atracción para él, los tiempos en las que estas despertaban alguna alteración en su cuerpo. Su mente se hallaba reconstruyendo estos recuerdos y recuperando sensaciones cuando se topó con los perlados hombros de Cecilia. La corrupción de la carne parecía haber respetado aquella zona. Lázaro forzó la vista a través de la estrecha rendija de la puerta y solo en ese momento se percató de que era la débil luz de una vela la que le regalaba la posibilidad de ver a la mujer desnuda que se hallaba en el interior. Incapaz de determinar cuánto tiempo llevaba mirándola, tratando de canalizar el torrente de pensamientos que recorrían su mente, Lázaro empujó la puerta con la escasa fuerza de sus maltrechos músculos y Cecilia se giró con una rapidez y plasticidad casi idéntica a la anterior a la calamidad que los asolaba a todos.


Como atraído por un canto de sirena silencioso, Lázaro se sentó en la cama a escasos centímetros de ella, notando en el fondo de los pantalones la incómoda y húmeda sensación de su cuerpo descomponiéndose poco a poco bajo la tela.


Tenía los pechos de Cecilia al alcance de la mano. Su mirada se dirigió directamente hacia ellos, pero necesitó de un tiempo hasta percatarse porqué le atraían tanto. La vida había sido otra antes del síndrome y aquellas dos bolsas grisáceas de consistencia incierta, con otro aspecto, habían formado parte de esa otra vida. Primero se decidió y después, cuando los impulsos eléctricos de sus neuronas se lo permitieron, estiró el brazo y alcanzó una de aquellas dos pútridas piezas de fruta. No le importaron las pústulas que moteaban el pecho de la mujer, ni los grotescos puntos verdes, antiguas erupciones de pus ya extintas. Cómo iba a sentir asco si su propia mano era un armazón de huesos recubiertos de musculatura pálida y maloliente. Cecilia le sonreía mostrando una madriguera de dientes carcomidos y saliva oscurecida por los coágulos de sangre. Su tez blanca recubierta de talco le daba un aspecto bello pero extraño, como el de alguien que ha sido embalsamado con esmero pero por error. La nariz era tabique y un colgajo de cartílago, y los ojos mantenían cierto grado de viveza, similar al de dos peces enfermos flotando en un estanque.


La psique lenta y enferma de Lázaro hizo resumen de la situación. Su cuerpo empezaba a responder, despertaba. Primero sintió un entumecimiento en la entrepierna, y luego fue una poderosa punzada de dolor la que le hizo dar un bote causándose todavía más daño. De su boca salió un grito ahogado e inmediatamente después una calidez inusitada empapó sus pantalones en la parte delantera. La sangre putrefacta que brotaba de su masculinidad le había insuflado vigor, pero debido al esfuerzo le había arrancado varios años de vida de golpe. Pero Lázaro se sentía fuerte, podía notar concentrada en un solo punto toda la fuerza que le había faltado desde que su cuerpo había comenzado a enfermar. Su mente estaba conectando los puntos...


Como un moribundo sin fuerzas, Lázaro se inclinó hacia delante y el pecho de Cecilia frenó su pobre embestida haciendo que la piel de ambos entrara en contacto, pegándose la una a la del otro, arrancándose del cuerpo propio y dejando en el lugar que hasta entonces habían ocupado una tira de carne violácea. Las manos como garras de la mujer aferraron torpemente la cabeza del hombre que estaba a punto de perder el conocimiento por la pérdida de sangre y la poderosa erección. Cecilia cayó en la cuenta de que era la dueña absoluta de la situación que ella misma había propiciado. Cargó el cuerpo de Lázaro sobre su cuerpo y lo condujo sobre ella valiéndose de su poca fuerza y del mucho ímpetu del hombre al borde del desfallecimiento y el éxtasis.


Quedaron en posición horizontal, uno sobre el otro. Un poco más ágil, física y mentalmente, Cecilia abrió las piernas pero no encontró más que el vacío. En la carrera por alcanzar el acto Lázaro se había precipitado sobre el objeto de su deseo sin desnudarse. Aún vestía la camisa y los pantalones de tela gris. Sabiendo que él iba a ser incapaz de llevar a término la tarea de despojarse de sus ropas, Cecilia fue palpando a tientas hasta encontrar el sexo de su amado, henchido bajo la gruesa tela, ya empapada de sangre y secreciones. Alcanzó un botón, deshizo el problema y todavía sin creerse su destreza abrió la cremallera. Como liberado de un letargo o de un inmerecido castigo la monstruosidad emergió, desorientada y hambrienta. Cecilia sintió un roce húmedo en los muslos, un punto tibio que sondeaba la cara interna de ambas piernas incapaz de encontrar el camino recto hacia delante. Valiéndose más de la decisión que de la destreza mostrada hacia unos momentos, Cecilia llevó su mano hasta el elemento, que después de tanto tiempo, ahora le resultaba extraño. Lo agarró con torpeza y Lázaro emitió un jadeo a medio camino entre el dolor y el gusto. Guiada por una intuición que no recordaba tener, condujo el miembro tenso, pegajoso y casi en carne viva hasta la difusa cavidad a la que estaba destinado. Cuando la intimidad de ambos entró en contacto la invadió primero un estremecimiento, y a continuación, sintió como Lázaro avanzaba en su interior entre espasmos. Lo escuchaba jadear y balbucear encima de ella, lo sentía abajo y adentro, rompiendo con su anatomía masculina su anatomía femenina, removiendo y eliminando los vestigios resecos de meses y años sin actividad. Pedazos de carne enferma se iban depositando sobre las sábanas en el frenesí de los dos amantes.


Pasados unos minutos los dos entraron en un trance de ojos en blanco, rigidez y sonidos guturales. Estaban unidos por esa bestialidad grotesca que no los diferenciaba de los animales. La habitación se había llenado de una pestilencia dulce que los hubiera hecho vomitar de haberla podido percibir. La sangre de ambos y las vísceras arrancadas de Cecilia formaban un tapete oscuro que se iba extendiendo por el colchón. Las ganas de Lázaro, alimentadas por la sinfonía desacompasada de Cecilia, parecían no tener fin.

Pero al final, la falta del ejercicio y la debilidad de los cuerpos se impuso.


Un latigazo de dolor sacudió a Lázaro desde la entrepierna hasta el bajo vientre. Una punzada dolorosísima que lo hizo querer separarse inmediatamente del cuerpo de su amante. Sus manos fueron al colchón, tratando de impulsarse hacia detrás buscando la incorporación. Pero estaba atrapado en el punto en el que los dos sexos se habían unido. Algo se había roto y con cada movimiento se incrementaba el dolor que antes había sido goce. Cecilia parecía disfrutar con el percance, o tal vez se lamentaba. Sus gemidos eran indistinguibles del llanto o de la risa cuando Lázaro consiguió extraer su miembro maltrecho y en el esfuerzo, su cabeza chocó contra la de la de ella, callándola por completo. Sus miradas no se habían cruzado en todo aquel tiempo, y sus labios tampoco habían conocido los labios del otro. Lázaro abrió la boca movido por nada más que por el instinto y de ella salió un apéndice de color verde pardo que buscó la hedionda humedad de la boca que tenía delante. Cecilia respondió y los dos se besaron en un paupérrimo ritual de lenguas adormiladas, sangre, bilis y dentaduras pestilentes. Lázaro desencajó sin querer una parte del paladar de su amada antes de caer desplomado sobre ella y ésta dejó que la vida se le escapara por el ancho río de inmundicia que manaba de entre sus piernas.

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