top of page

Esporas

El dependiente le entregó las monedas del cambio y estas cayeron en las manos de Lázaro, envueltas en guantes de plástico, indispensables a la hora de entrar en cualquier establecimiento. Su piel supuraba aquel líquido amarillento por todos los poros igual que antes lo había hecho con el sudor.

Una vez en la calle el hombre arrojó los guantes en la papelera junto a la puerta y palpó el paquete en su bolsillo derecho. Cuarenta mililitros de un medicamento inodoro e incoloro que el Gobierno recomendaba para controlar la enfermedad pero cuyos efectos en la práctica eran impredecibles. Dos gotas por la mañana, dos gotas antes de irse a la cama, esa era la prescripción de Sanidad.

Con paso lento pero decidido, igual que el resto de los transeúntes, Lázaro inició la caminata hacia la parada del autobús.

El otoño no terminaba de entrar en la ciudad y los pies sufrían más de la cuenta dentro de los zapatos. Muchos habían optado por usar sandalias. El síndrome, como lo llamaban en televisión los médicos, había hecho desaparecer casi por completo la sensación térmica, el frío y el calor habían quedado desterrados de toda la gama de percepciones que podía registrar un cuerpo humano, pero sus efectos no. Estos permanecían y algunos hasta se habían agudizado. Había que vivir pendiente de los dígitos de un termómetro porque la piel y sus nervios había perdido la función que habían tenido durante miles de años.

Lázaro se detuvo y movió los dedos dentro de los zapatos. Era de los privilegiados que aún no había perdido la sensibilidad en los pies. Notaba los zapatos encharcados. Se giró y oteó por encima del monótono péndulo de las cabezas de los viandantes. El termómetro de la farmacia marcaba veinticinco grados. Demasiados. Apartó las córneas del fulgor verde intenso y dirigió la vista de vuelta al suelo. Veinte, quizás veintiún grados. Era la temperatura mínima necesaria para evitar esa desagradable sensación en los pies. Odiaba las sandalias, pero si el frío no llegaba pronto a la costa no le quedaría más remedio que cambiar de calzado. Lo contrario era la descomposición acelerada, la putrefacción apoderándose de su carne, consumiendo la musculatura igual que un buitre a la presa muerta, dejando solo la piel y los huesos de los tobillos a la punta de los dedos. Había visto en televisión personas con los huesos apenas cubiertos por una fina línea de músculo violáceo. Con este pensamiento y con la incómoda sensación de humedad envolviendo sus pies, emprendió de nuevo la marcha.

Una mujer se tropezó con su hombro y Lázaro se giró al sentir la húmeda viscosidad dentro de la ropa. La chica no pareció darse cuenta. Llevaba prisa. Caminaba dos o tres pasos más rápido que el resto. Lázaro todavía recordaba cuando tenía esa energía. El síndrome no afectaba igual a todos, pero en todos se manifestaba. Al principio era un súbito cansancio, luego venía la fiebre, después la pérdida total de la energía y por último el letargo; un estado de somnolencia y aturdimiento que duraba varios días. El último estadio era la putrefacción: la viscosidad en la piel, el olor a carne descompuesta y a huevos podridos. Algunos se duchaban varías veces al día descubriendo con horror que eso no hacía sino empeorar la situación: lejos de limpiarse el cuerpo absorbía toda la humedad y la devolvía más tarde en forma de sudor aceitoso de un repugnante amarillo. Beber agua, hidratarse de cualquier forma provocaba el mismo resultado. Al cabo de una semana de iniciado el proceso las papilas gustativas perdían su función como los termoreceptores de la piel. Sin el goce de la degustación comer se convertía en una simple rutina, igual que le diabético que se inyecta su dosis de insulina.

En la parada del autobús todos los asientos estaban ocupados.

Una madre esperaba con su hijo de la mano junto al poste informativo que indicaba las líneas y los horarios. Dos jóvenes, un anciano y un hombre de mediana edad copaban el banco sin intención alguna de cederle el puesto a la mujer y al niño.

Lázaro se situó a una distancia discreta del resto.

Si miraba a la izquierda podía ver una colección de ejemplos, segmentados por edad, de los estragos del síndrome.

La mujer ocultaba las manos dentro de unos finos guantes negros que no abrigaban, porque ese no era su cometido, pero que cumplían su función. La prenda se había convertido en uno de los complementos más demandados en el público femenino, y las marcas no habían tardado en ver el filón comercial. Las uñas se debilitaban hasta convertirse en una fina película que hacía doloroso cualquier contacto con ellas. Las heridas quedaban abiertas sin posibilidad de curarse y el único amago de curación era un líquido amarillo, casi traslúcido, que aparecía donde la sangre coagulaba y cuya impregnación en los dedos complicaba la tarea de manipular cualquier objeto. Lázaro lo sabía bien. Aquel mal no era exclusivo de las mujeres aunque fueran ellas las que más hacían por ponerle remedio.

El niño en cambio llevaba las manos desnudas. Su mano izquierda asía la mano derecha de su madre sin ningún miedo o expresión de asco. La inocencia de los más pequeños permanecía intacta a pesar de los inusuales tiempos que corrían y de las insólitas transformaciones que todos estaban viviendo. Sin embargo, su rostro presentaba los mismos rasgos que sufrían muchos de los de su edad: sus labios eran dos pliegues de carne inerte, alargados; y no tenía nariz. No era extraño ver a niños con los labios recogidos en un grotesco rollo, sujeto por una liga elástica que les rodeaba la cabeza a la altura de la nunca y el mentón, a veces disimulada en invierno como si fuera una bufanda, a veces estampada con motivos infantiles, vendida así ex professo. Pero era la ausencia de nariz el elemento más macabro. Les daba un aspecto inquietante, cadavérico. El orificio nasal vacío junto a la dentadura al descubierto, transformaba la inocente faz de cualquier niño en una tétrica máscara que lejos de infundir la ternura o el cariño, provocaban miedo. Pero casi dos años después de que empezaran los primeros síntomas de aquella pesadilla nadie se asustaba. La cotidianidad de los horrores se había instaurado y era aceptada ante la imposibilidad de cambiarla.

La vida continuaba.

En los jóvenes el síndrome desplegaba otra clase de calamidades. Además del olor pútrido que se hacía presente sin importar la franja de edad, estos sufrían toda clase de desajustes hormonales.

Los muchachos sentados en el banco de la parada podían tener catorce, o quizás veinte años, tal vez incluso más. Uno de ellos ofrecía una espalda ancha y una nuez marcada en el centro del cuello a la vez que su rostro era la imagen de un niño que todavía no había terminado la primaria. Su compañero reía con voz estridente, aguda e infantil mientras que unas pobladas cejas y una densa barba enmarcaban su cara. El siguiente a continuación, no más alto que un niño de diez años, cerraba el variopinto grupo. Sus manos huesudas y consumidas como las de un anciano de ochenta años, estaban cubiertas de un grueso vello oscuro que parecía extenderse por los brazos quedando oculto a la vista por las mangas de la sudadera. Y común a todos ellos, el omnipresente amarillo de la piel, la señal más visible de un hígado que empezaba a no funcionar como debía.

Cuando el autobús se detuvo en la parada todos esperaron a que el anciano subiera. Algunas viejas costumbres eran inalterables. El deterioro prematuro del cuerpo había llegado a sus vidas mostrándoles un pasaje al futuro que dejaba sin sentido el presente.

Con mucho trabajo el hombre subió los peldaños hasta el conductor. El anciano extrajo de la cartera un carnet con los dedos ensangrentados y lo pasó lentamente por el lector que quedó irremediablemente manchado. En las personas de edad avanzada la hemofilia era un grave problema.

El resto de pasajeros subió delante de Lázaro. Todos pasaron sus tarjetas por el lector que el conductor había limpiado previamente con un paño que costaba relacionar con la higiene. En otros tiempos aquel detalle hubiese despertados las expresiones de asco, pero cuando la sociedad misma se pudría en el cuerpo de sus ciudadanos nadie parecía preocuparse por los rastros de corrupción que este proceso dejaba.

Lázaro se sentó cuatro filas de asientos por detrás del conductor, junto a la ventana, evitando en un discreto ejercicio de salubridad, no apoyar la cabeza en el cristal. Una pátina de sudor y fluidos de la descomposición cubrían toda la superficie transparente a excepción de los puntos y surcos dejados por los dedos de los pasajeros. En la parte trasera de los pantalones Lázaro podía sentir la misma sustancia que manchaba el cristal entrando en contacto con sus nalgas y la piel de sus piernas. Era inevitable. Al próximo viajero que ocupara su asiento le pasaría lo mismo, y al siguiente, y al siguiente hasta que el autobús acabase la ruta y los operarios de la empresa lo limpiasen como era debido. Pero nadie protestaba. El precio de estar vivos era ir renunciando poco a poco a lo pulcro, lo sano, a la asepsia, en cierto modo a lo noble y lo virgen. La belleza y lo inmaculado eran un vestigio de otro tiempo, un extraño recuerdo carente de sentido pero presente en la memoria colectiva. Los nuevos productos de estética eran recursos del maletín de un forense.

El autobús arrancó y Lázaro observó la ironía de aquel mundo en una valla publicitaria de la acera contraria. Un rostro de mujer blanco, sin fisuras, sin desgarros ni pústulas anunciaba pasta de dientes con una sonrisa perfecta que taladraba el alma.

En la pequeña pantalla sobre el pasillo del autobús un informativo volvía a mencionar la teoría de las esporas como origen del síndrome.

10 visualizaciones0 comentarios

Entradas Recientes

Ver todo
bottom of page