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El día de la victoria

Actualizado: 25 feb 2022

1.


El instinto de la alerta despertó a Pavel. Nunca se había propuesto ser soldado pero las circunstancias muy pronto le habían hecho desarrollar ese sexto sentido.

La habitación estaba a oscuras y por la claridad que se filtraba entre las cortinas azules no faltaba mucho para el amanecer. Katia dormía a su lado. Había encontrado el sueño acurrucada con él sin más prendas que la ropa interior ajustada a la cintura. Pavel volvió a acostarse a su lado y la abrazó para que la pérdida de calor no la despertase. Pero la chica tenía una facilidad extraordinaria para quedarse dormida, algo que no dejaba de sorprenderlo. Él en una buena noche nunca conseguía dormir más de tres horas seguidas. Disfrutaba de los días de permiso porque los pasaba con ella pero el insomnio lo importunaba cada noche, devolviéndolo a la realidad de que estaban en guerra; de que su país, Rusia, había invadido el país de ella, Ucrania; y de que cualquier día podían enviarlo de vuelta a casa, o destinarlo a otro sitio y tardaría años en volver a verla, o no la vería jamás.

Pavel odiaba la guerra, pero la guerra le había dado a Katia.

Agobiado por sus propios fantasmas decidió incorporarse. Cubrió bien a Katia con la manta y salió de la cama. Antes de ponerse siquiera la ropa interior buscó en el bolsillo del pantalón que colgaba de la silla el paquete de cigarrillos y el mechero. Solo había dos cosas que podían calmar sus nervios a aquellas horas: fumar o beber café. El café reducía su ansiedad matutina, lo activaba despojándolo de toda la inquietud con la que se despertaba y con esa serenidad momentánea arrancaba su día. Pero el café hacía meses que había desaparecido. No se veía un solo gramo desde poco después del comienzo de la invasión, cuando la Unión Europea había cortado de la noche a la mañana todos los tratados comerciales con Ucrania. Pavel sabía que los oficiales disfrutaban de vez en cuando de una taza, pero él no era de esos zalameros que se amigaban con un capitán por un poco de jamón enlatado.

Sin el café solo le quedaban los cigarrillos. De eso sí estaban bien provistos los soldados rusos. El tabaco y el vodka nunca faltaban. Pero a Pavel no le gustaba beber por las mañanas. Reconocía que el alcohol lo convertía en una persona desagradable y no le gustaba que Katia lo viera así.

Sentado a los pies de la cama el humo salió de su boca disparado hacia el techo como si fuera una locomotora, y en la neblina de la nicotina Pavel vio la pequeña radio de Katia encima del humilde escritorio que había en la habitación. Sintió la tentación de encenderla pero desechó la idea. No aquel día. Tampoco quería despertar a Katia, ni a su madre que dormía en la habitación contigua. Aunque lo más probable es que ya estuviese despierta. La vieja dormía incluso menos que él. Siempre suspicaz, siempre sospechando, siempre lanzándole furtivas miradas de desconfianza, incluso cuando le sonreía. Alina era otra desde que su marido había muerto calcinado en su coche tras un bombardeo, tres días después de la invasión, o al menos eso decía su hija para justificarla. Pavel detestaba tanto a Alina como amaba a Katia. Él no había matado a su marido el 11 de enero de 2022, él estaba, como tantos rusos, entusiasmado y temeroso a partes iguales por el devenir de los acontecimientos que se estaban desarrollando en la frontera ucraniana. En aquellos días se preparaba para un examen de electromecánica de la facultad al tiempo que seguía la actualidad de la reciente guerra a través del móvil. Ahora aquellos días se antojaban demasiado lejanos. Un año y cuatro meses después del inicio de aquella locura el mundo había cambiado tanto que parecía que habían pasado varios años. Los americanos, sabedores del peligroso arsenal digital de Rusia habían lanzado sobre Europa oriental un pulso electromagnético que los había dejado sin telecomunicaciones durante varias semanas, internet, telefonía y televisión habían dejado de funcionar. Solo las radios habían aguantado el golpe. Fueron las primeras en caer pero también las primeras en recuperarse, funcionando a intervalos pero revelándose como el medio de comunicación más fuerte contra este tipo de sabotajes. Internet y el teléfono regresaron, pero no por mucho. El Kremlin no tardó en darse cuenta del poder de manipulación que tenía si ocurría un apagón digital entre los ciudadanos y a los pocos días de volver el servicio lo cortaron para siempre. De los años veinte del siglo XXI a los ochenta del siglo XX en pocas semanas. En esta poda tecnológica solo se salvó la radio. Las emisoras desaparecieron rápidamente y solo quedaron los canales oficiales. Las marchas militares, el himno nacional y las noticias adulteradas de la guerra se adueñaron de las ondas. Desde entonces cuatro bloques informativos rompían periódicamente cada día la monotonía de las melodías bélicas para contar lo que el Kremlin creía que tenía que ser contado, fuese cierto o no.

Pavel buscó a tientas el cenicero bajo su lado de la cama y apagó el cigarro en él. No necesitaba encender la radio, aquel día menos que ninguno. Se cumplían setenta y ocho años de la victoria del Ejército Rojo sobre la Alemania nazi, día grande de patriotismo y propaganda para Rusia. No necesitaba escuchar eso ahora, no por lo menos hasta que llegara al cuartel y se separara.

La chica se revolvió en la cama y él se giró con una sonrisa. Se miraron y aún en la penumbra del amanecer pudo ver el fulgor de sus ojos castaños.

—¿Por qué sonríes?

—Porque estoy contento.

—¿Por qué hoy es 9 de mayo?

Pavel pensó en lo mucho que odiaba esa maldita guerra y en lo bien que se sentía después de hacer el amor con Katia.

—Sí, porque es 9 de mayo.

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