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Don Kixote

El noble hidalgo desenfundó el sofisticado armatoste de plata que llevaba por pistola y disparó. Abrió fuego contra la primera línea de forajidos que bebían en aquel anónimo bar y corrió a volcar una mesa para ocultarse tras ella de la lluvia de balas que se avecinaban.

Don Kixote llamaban a aquel extraño hombre que solía ganarse la vida como héroe y mercenario por aquellas tierras de La Mancha. En efecto, el nombre de aquel lugar no estaba escogido al azar. La Mancha era el lugar de los “manchados”, de todos los hombres como él que en algún momento se habían desviado del camino marcado por Dios, un Dios representado por los Grandes Reyes de aquel país que a menudo condenaban al destierro a todos aquellos que por sus artes o prácticas no podían convivir entre las personas de bien. Y Don Kixote era uno de ellos.

En otros tiempos había sido un rico señor con tierras, ganado, y muchas personas a su cargo. Hombres y mujeres, personas sencillas, trabajadores honrados que vivían para sus hijos, que se ganaban la vida honestamente. Seres humanos que él veía como iguales, y por eso les había concedido la libertad, les había dado la libertad a aquellas personas que otrora habían sido sus esclavos. Y eso no había gustado a los Grandes Reyes y a los señores de las tierras más allá de La Mancha. Por ese motivo Don Kixote había sido condenado al destierro y los buenos hombres y mujeres que habían recibido hasta aquel momento un jornal por su trabajo habían vuelto a la esclavitud. No obstante, uno de ellos, Sanxo, su fiel escudero, el hombre al que había confiado sus más preciadas pertenencias, el hombre en el que había delegado cuando había sido necesario, había logrado escaparse, huir junto a él, quedando proscrito para siempre al igual que su señor, que no su amo, Don Kixote.

Y ahora allí, codo con codo, combatían, disparaban sus pistolas de compresión de aire a propulsión mecanizada y las bolas de hierro que usaban por balas impactaban con mas o menos acierto en aquellos hombres salvajes, otros seres sin fortuna, otros desterrados que habían decidido sacar partido de la situación atracando y atemorizando a las buenas gentes de La Mancha, que desde hacía mucho tiempo se habían visto invadidas por todos aquellos a los que los Grandes Reyes no querían en su mundo.

—¡Buen disparo, Sancho!— exclamó Don Kixote viendo como la metálica bola había impactado limpiamente en la frente de un forajido antes de que se ocultara tras la mesa.

—¡Gracias, señor! ¡Usted tampoco lo hace mal!

Don Kixote esbozó una media sonrisa a modo de agradecimiento y corrió raudo hacia una posición mejor. Aventurarse a salir de los escondites para disparar era mucho más fácil con la nueva armadura de titanio que había salido al mercado. En un lugar tan inhóspito y lejano como La Mancha era muy complicado hacerse con una de ellas, allí las transacciones comerciales se hacían de otra manera… y el que quería algo sabía que iba a tener que pagar un precio. Y ese precio a menudo se pagaba con sangre. Pero Don Kixote conservaba importantes contactos fuera de los Muros de Piedra, el nombre con el que se conocía a la extensa cordillera que separaba a La Mancha del resto del Reino de los Dos Castillos.

De esta manera, y con la ayuda de otros hombres de dudosa moralidad, Don Kixote había conseguido que le hiciesen llegar dos relucientes armaduras de titanio de la mejor aleación. Una para él, y otra para su más fiel escudero y compañero Sanxo. No habían llegado tan relucientes como hubiese querido, ya que tuvieron que enviárselas ocultas en un carromato que traficaba con chatarra, uno de los tantos negocios a los que se dedicaban los manchados, pero lo importante era que funcionan, paraban las balas, y eso ya era bastante. Bien lo pudo comprobar cuando abandonó durante dos segundos su improvisado y frágil parapeto junto a Sanxo para llegar a otra mala barricada.

—¡Cuídese, señor! ¡Ya no está usted para tantos trotes!— le dijo sin malicia el escudero cuando escuchó que una bala rebotaba en el hombro plateado de su señor.

—¡Aún me quedan muchas batallas, Sanxo; ya sean contra molinos de aluminio o contra maleantes como estos!— respondió Don Kixote tras efectuar un nuevo disparo.

Y así era. Don Kixote se había ganado en La Mancha la fama de hombre justo y servicial, siempre dispuesto a ayudar a los más débiles, uno de los pocos hombres de honor y palabra que aún quedaba en aquella difícil región del Reino de los Dos Castillos. Se contaba que una vez había auxiliado a toda una caravana de comerciantes que atravesaban la Gran Llanura y que habían sido emboscados por un grupo de ladrones. Se decía que había rescatado a más damiselas que todos los hombres del reino juntos. Se rumoreaba que podía matar a dos hombres disparando la misma bala. Se hablaba de que su montura tenía más cicatrices y había recibido más impactos de metralla en el cuerpo que cualquier otro caballo u hombre en el mundo, y cierto era que si había soportado toda esa clase de calamidades era porque en sus tiempos de rico señor de tierras, Don Kixote se había asegurado de proporcionarle un exoesqueleto resistente a todo, y de darle el mejor entrenamiento de combate. Rompiente, que así se llamaba el caballo, era un magnifico ejemplar codiciado por todos los enemigos de Don Kixote, y no eran pocos, pero sólo su amo y Sanxo, el escudero de éste, eran capaces de acercarse a él sin que el animal desplegase los dos rifles máxima precisión con el que estaba equipado en los costados.

Se contaban muchas leyendas de aquel hombre, su escudero, y su caballo; y muchas de ellas eran ciertas, y esto hacía que Don Kixote, caballero orgulloso y conocedor de su valía, se sintiese todavía más fuerte. Sabía que la valentía era un don de los hombres grandes, y él no se creía menos, y aún desterrado se sabía grande y honorable.

De repente los disparos de un arma automática agujerearon la frágil tabla que le servía de defensa haciendo que tuviera que encoger sus dos metros de estatura hasta casi acabar pegado al suelo.

—¿Se encuentra bien?— preguntó Sanxo en mitad de la lluvia de balas que estaban recibiendo.

—¡Sí, Sanxo, todo bien! ¡No se preocupe!

Odiaba aquellas armas automáticas. Odiaba no tenerlas y que las tuviese el enemigo. En una ocasión en sus años de libertad había podido disparar una. Recordaba la vibración de aquella ametralladora en sus manos. Toda una proeza de la ingeniería, esa que estaba avanzando tanto en el campo armamentístico y en el de las máquinas de transporte. Ahora se veían cosas que antes parecían impensables. Maravillas modernas que durante su infancia no hubiese llegado ni imaginar. Vehículos de transporte de largas distancias propulsados por vapor, enormes y redondos artefactos voladores rellenos de helio, o naves más pequeñas que funcionaban con un pequeño pero tremendamente energético deposito radioactivo que si acaso debía de llenarse una vez cada década. El mundo del transporte había avanzado una barbaridad, Rompiente se le hacía viejo, y no podría seguir remendándolo a base de piezas biónicas por mucho tiempo. Pronto tendría que plantearse hacerse con alguna de aquellas máquinas, robársela a cualquier bandido si hacía falta…

—¡Sanxo, cúbrame!

Don Kixote se escabulló por un lateral del bar y pasó agachado junto a una estantería repleta de licores de paupérrima calidad que comenzaron a estallar en cuando los bandidos descubrieron su treta. Se hallaban atrincherados tras la barra y desde su posición dominaban todos los posibles escondrijos que el noble hidalgo y su escudero podían utilizar. Eran más numerosos. Quedaban seis en pie. Seis contra dos, pero Don Kixote y Sanxo habían salido airosos de situaciones más peligrosas.

Con la pistola de compresión de aire a propulsión mecanizada en una mano, y la lanza-espada desplegable en la otra, el hidalgo Don Kixote saltó tras la barra tomando por sorpresa a los seis forajidos. La estrategia había funcionado. Los disparos de Sanxo los habían distraído lo suficiente, y respondiendo a las balas de éste habían descuidado la pared lateral que había recorrido el antaño caballero andante y señor de extensas tierras antes de lanzarse sobre ellos.

Derribó al primero de un disparo en el pecho, al segundo lo ensartó con su lanza-espada cuando lo tenía a dos metros y medio de distancia, el tercero y el cuarto corrieron a la trastienda mientras el quinto cubría la retirada de estos, y el sexto, que disparaba con desorden y torpeza la ametralladora, recibió un disparo de Sanxo en la clavícula izquierda. Cayó dolorido pero ninguno de los tres compañeros que quedaban con vida se pararon a auxiliarlo. No pasó mucho hasta que ahorrándose una bala Don Kixote le dio muerte clavándole la espada en el estómago.

—¡Huyen, mi señor; huyen!

Don Kixote se giró hacia donde le indicaba su amigo y escudero, y observó por una ventana como los tres criminales abandonaban al galope aquel insignificante pueblo perdido en la inmensidad de la Gran Llanura que era La Mancha.

Podrían haberlos perseguido y haberles dado caza. Rompiente era muy rápido, no en vano su crin era una suerte de alerón de un nuevo elemento recién creado llamado masa plástica. Pero la montura de Sanxo no se podía comparar a Rompiente, y después de todo, Don Kixote estaba seguro de haberles dado a aquellos hombres una lección que nunca olvidarían.

—¿Los perseguimos?— preguntó Sanxo cuando Don Kixote se reunió con él.

—No, Sanxo; por hoy está bien. Estoy seguro de que no volverán a molestar a esta gente.

—Con todos mis respetos, señor; no estoy seguro de que los dueños del lugar hayan quedados muy contentos con el trabajo que hemos hecho— apuntó Sanxo observando las paredes moteadas de orificios de bala y el mar de sillas y mesas volcadas, por no hablar de que todas las botellas de licores del local habían pasado a la historia.

—Esta buena gente se mostrará agradecida,— dijo Don Kixote poniendo una mano en el hombro de su compañero en un gesto de complicidad— pero entre usted y yo, mi fiel amigo, prefiero subir a nuestras monturas y poner rumbo al horizonte antes que quedarnos a comprobarlo.



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