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La culpa

Los peldaños se suceden como en una escalera infinita. La niña permanece quieta. Un jardín incomensurable se pierde en el horizonte. El frescor de la hierba bajo sus pies mantiene a la pequeña anclada a la tierra. A lo lejos el canto de los pájaros se distorsiona. Hace frío de repente. Un viento helado sustituye a la suave brisa que hace titilar las flores.

Los escalones se mueven a toda velocidad. Una mezcla de curiosidad y miedo la empuja hacia arriba. Se le revuelve el estómago. Cada vez está más oscuro y hace más frío. Algo malvado aguarda donde no llega la luz de la pradera. Su jovial vestido celeste se ha tornado púrpura.

La escalera se detiene. Ha llegado.

El frío congela sus huesos y le hiela la sangre. De su boca se escapa el vaho con una forma que no es capaz de identificar. Hay un pasillo recto en penumbras. Nada más. Ni rastro de la escalera. Una pared gris. Un impulso la hace tocarla. Está caliente, repleta de pequeños puntos que sobresalen como granos pululentos. Parece estar viva y querer devorarla. Insegura y temerosa se da la vuelta y encara el pasillo. Mueve un pie hacia delante y luego el otro. Están congelados. Con cada paso se derriten y se van haciendo cada vez más pequeños. La mullida alfombra del pasillo se pone en marcha.

Cada vez más rápido las ventanas surgen y desaparecen en lo alto. Una luz intermitente ilumina el lugar. Sus pies son dos charcos de sangre. Tiene las manos ennegrecidas como si hubiese estado jugando con carbón. La frenética pasarela en la que está subida fluye como un río ponzoñoso. El corazón le late con fuerza. Alguien empieza a llamarla por su nombre. Lo puede oír con claridad al final del pasillo. La larga alfombra recorre veloz el pasillo sin fin. Aparece una luz a lo lejos. Los límites de una puerta comienzan a definirse. La niña pierde el equilibrio y piensa que va a caerse. Pero resiste.

La blancura hiriente del punto de luz se convierte en una puerta blanca. Sin darse cuenta la alfombra se ha detenido y la ha dejado ante ella. El picaporte dorado resplandeciente gira. El miedo más atroz se apodera de la pequeña. Se paralizan todos sus miembros. La puerta se abre sin emitir el más mínimo ruido y en sus pequeños oídos truena el latido desesperado de su propio corazón.

Un hombre. Su expresión afable le produce un escalofrío. Viste una camisa blanca que se mimetiza en la implacable luminosidad de la habitación tras él. Unos tirantes cruzan su pecho como dos vías férreas que mancillan un paisaje nevado. No hay nada bajo su cintura. El hombre sonríe. La brillantez de la habitación se volatiliza y la niña ya está dentro con él.

Una cama de hierro negra, igual que un esqueleto calcinado por el fuego. Todo el suelo es de madera. Largos listones componen el entarimado. Una ventana cerrada al fondo. Las cortinas se mueven pero la atmósfera es asfixiante. El hombre sin piernas está acostado en la cama y un instante después aparece junto a la ventana. No tiene rostro. No tiene ojos, ni nariz, ni boca; pero la niña sabe que está sonriendo. Desprende una amabilidad dulce y maldita que la repugna. En el interior de su pecho de porcelana, la pequeña siente su corazón transformado en una roca ígnea que lucha por romper la carcasa helada donde está preso.

El hombre sin piernas, sin rostro, y sin alma la agarra de los hombros. Su faz vacía es el pozo tenebroso de todos los terrores. La niña se eleva y cae en el camastro. Su cuerpo insensible de hielo se vuelve cálido y tierno. El monstruo la tiene atrapada. La ha convertido en su muñeca de trapo. Le susurra, la llama por su nombre y le dice que sea buena. Promete no que no le hará daño. Pero la mentira se hace patente en cada segundo. Como una selva de viscosos tentáculos los dedos del hombre sin piernas y sin rostro recorren cada centímetro de su cuerpo. Su vestido púpura se vuelve rojo sangre. El dolor es intenso, inabarcable. Quiere gritar, pedir ayuda, pero si lo hace teme que el corazón le salga despedido por la boca.


Un segundo después todo cesa, como si nunca hubiese ocurrido. El hombre sin rostro y sin piernas la deja en el suelo. La habitación es una jaula de luz. El vestido rojo, una masa pegajosa y maloliente que la envuelve. Corre, corre lo más rápido que puede. Ha perdido el corazón, se le ha escapado para siempre del pecho. Ya nunca podrá recuperarlo.

Detiene la carrera. Mira sus pies y ve que son dos masas de hielo descompuestos y ensangrentados. No puede correr más. El vestido es una amalgama escarlata que la costriñe. Su nombre retumba contra las paredes de la más absoluta nada. Tiene una moneda.

Para un helado, Norma. Ve y cómprate un helado.

Una figura alta de mujer aparece, tan alta que no logra ver más allá de sus hombros.

Es por tu culpa, Norma. Ve y cómprate un helado.

La pequeña llora.


El mundo se funde a negro.


Abre los ojos y grita su propio nombre, ese que nunca debió abandonar. Chanel Nº5 y un frasco de somníferos en la mesilla de noche. La pálida luz de la luna angelina invade el dormitorio. Temblorosa y sudorosa Marilyn se lleva las manos a la cara y llora hecha un ovillo.


La pesadilla continúa.



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