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Zelda Zonk

Actualizado: 12 oct 2018

La niña miraba boquiabierta por la ventanilla mientras el avión descendía. Los rascacielos de la fastuosa e interminable ciudad de Nueva York ya se podían divisar a lo lejos. Sin despegarse del cristal la pequeña trataba de contar inútilmente todos los vehículos que se movían abajo muy despacio, del tamaño de hormigas.


—Son demasiados —dijo en voz baja como para sí mientras contaba cada vez más excitada. —¡Muchos! ¡Me gusta ese! ¡Y ese!

Se escuchó una llamada de atención procedente del asiento que tenía delante y un hombre se giró malhumorado mandando a callar a la niña que inmediatamente se apartó de la ventanilla y bajó la mirada hasta sus pies que no llegaban a tocar el suelo acolchado de la cabina.

—No te preocupes —dijo la mujer sentada al lado de la niña— Solo es un viejo con cara de amargado.

La niña se giró y se percató de que había una persona junto a ella. Había pasado la mayor parte del vuelo desde Los Ángeles durmiendo y ni siquiera se había dado cuenta de que viajaba acompañada. Era una mujer con el cabello negro y rizado. Llevaba guantes de seda blancos, un sobrio vestido púrpura, unos labios pintados de un rojo intenso y unas grandes gafas de sol que le cubrían el rostro. La niña la miraba con tanta fascinación como había mirado hasta hacía un momento los coches. Era la mujer más hermosa que había visto.

—No le gustan los niños porque es un viejo triste — dijo la desconocida con aire divertido acercándose al oído de la niña que dejó escapar una risita mientras se tapó la boca con sus pequeñas manos.

—Sí, es verdad —le respondió en un susurro cómplice. —Es un viejo muy viejo y muy feo.

—¡Claro!

La desconocida se bajó un momento las gafas y le guiñó un ojo a la niña que mostró la más amplia y genuina de las sonrisas infantiles.

—¿Viajas sola?

—¡Sí, porque ya soy grande!

—Por supuesto. Solo los niños grandes pueden viajar en avión.

—Sí, pero yo ya no soy un niña.

—¿Ah, no? ¿Y qué eres?

La mujer observaba a la chiquilla con ternura. Con su carita redonda y rosa, sus risos negros y su vestidito celeste era un vivo retrato de lo que había sido ella de niña.


Cualquiera que no las conociera habría pensado que eran madre e hija.

—¡Soy una muchachita! —Y le mostró con orgullo la tarjeta identificativa que colgaba de su cuello que le había dado el personal de la aerolínea.

La mujer no pudo reprimirse y se rió con ganas, sin importarle que pudiera incomodar a otro pasajero.

—Vaya... Una muchachita... Y una muchachita muy bonita además.

—Mi papá me llama me llama princesita —dijo la niña juntando las manos y ladeando la cabeza llena de orgullo.

—Porque una princesita es lo que eres.

—¿Tú papá también te lo dice?

Durante un segundo la sonrisa se borró de la cara de la mujer.

—Sí, claro... Me lo decía... Cuando era pequeña.

—¿Y ahora?

—Ahora no —respondió dándose cuenta de lo doloroso que podía ser tener ciertas conversaciones con los niños.

—¿Por qué no?

—Ya soy mayor.

—¡Pero eres muy guapa! ¡Tanto como mi mamá!

La sonrisa volvió al rostro de la desconocida mientras una tímida y solitaria lágrima bajaba por la mejilla que quedaba oculta a la niña.


—Gracias. Tú también lo eres. La niña más guapa que he visto.

—¿De verdad?

—¡La más guapa de Los Ángeles, y de Nueva York también!

—¡Lo sabía!

—¿Crees que podría ser actriz?

Cada vez le recordaba más a ella y eso la conmovía y la apenaba al mismo tiempo.

—Sí, por qué no —contestó con la sonrisa más sincera que la emoción le dejaba.

—¿Tú eres actriz?

Dudó. Era increíble la capacidad de perspicacia de los niños.

—¿Yo?... No... No, por desgracia.

—¿Por qué no? ¡Eres muy guapa!

—Es difícil a veces... —Se detuvo. Aquella niña era todavía demasiado pequeña como para desenmascararla pero había otras personas demasiado cerca que podían oír la conversación.

—¡Yo voy a ser actriz! —exclamó la niña sin prestar atención a la respuesta de la mujer.

—¡Una actriz muy buena! —apostilló ella rápidamente.

—¡Y muy guapa!

La desconocida se mordió el labio rojo lleno de carmín.

—Ser guapa a veces no es tan importante.

—¡Pero tú eres muy guapa!

La mujer agradeció que la niña no hubiese sido capaz de entender lo que había querido decirle. El único y verdadero trabajo de los niños era soñar, soñar con ser quien querían ser. Soñar sin tapujos, sin frenos. Soñar. Soñar como ella había soñado y más adelante, siendo adultos, no arrepentirse de que se hubiesen cumplido sus sueños.

—Jennifer Knight es una niña muy fea de mi colegio, ¿sabes? Es rubia. Pero muy fea. Yo querría ser rubia, pero guapa, muy guapa como tú. ¡Cómo esa chica rubia de las películas!

—¿Qué vas a hacer en Nueva York? —La mujer trató de cambiar de tema rápidamente.

—Ah, yo... Nueva York, sí... Nueva York es donde vive mi papá.

—¿Y tu mamá no vive con él? —Preguntó la desconocida temiendo encontrarse con más tristes similitudes.

—¡Mi mamá vive conmigo! Pero papá trabaja mucho. Trabaja en Nueva York. Mi mamá viene, pero a veces vengo yo también.

Su padre debía de ser uno de esos tantos ejecutivos californianos que pasaban largas temporadas en la costa este. Uno de tantos hombres que se reunían con sus familias apenas unos meses al año mientras el resto del tiempo frecuentaban los clubes más exclusivos de la ciudad donde también solían darse cita las mujeres más despampanantes de norteamérica...

—Claro. Entiendo...


—¿Y tú? ¿También vienes a ver a tu papá?

—No.

—¿Dónde vive tu papá?

La mujer no estaba segura de querer saber algún día donde vivía su padre, si es que aún estaba vivo.

—En Los Ángeles —respondió con la sonrisa más inocente que pudo.

—¿Entonces vienes a ver a tu mamá?


—No, vengo a ver a un amigo.

La pequeña era más incisiva que muchos periodistas. Hacía tiempo que Arthur había dejado de ser un amigo pero se negaba a pensar que podía ser algo más.


—¿Cómo se llama?

—Joe —respondió por inercia, sin pensar, y al momento se arrepintió.

—¡A mi papá le gusta mucho Joe también! —La niña junto las manos otra vez pero esta vez formando una masa compacta y movió los brazos tratando de imitar el movimiento del bateo.

—No, bueno... No era Joe lo que quería decir era...

Pero ya era demasiado tarde, la niña reía y se revolvía en el asiento fingiendo correr y arrojarse sobre las bases mientras no dejaba de mover los brazos en un gesto más propio de la natación que del béisbol. A la mujer no le quedó otra que volver a echarse a reír. La niña le inspiraba una mezcla de ternura y tristeza difícil de reconciliar. De no haber abortado tendría ahora una de su misma edad. De repente se sintió sucia, fea, vieja, como una especie de bruja que ocultaba su verdadera imagen tras un conjuro de belleza con fecha de caducidad. Una lágrima le brotó del lagrimal izquierdo y se la pudo secar justo en el momento en el que la niña paraba en seco sus juegos porque una azafata había anunciado el aterrizaje inminente.

El avión tomó tierra suavemente en el aeropuerto de La Guardia, y los pasajeros empezaron a desembarcar.

—Ha sido un placer conocerte —le dijo la mujer, ya recompuesta, a la niña.

—¡Yo también! ¿Cómo te llamas? Yo me llamo Margareth Wilson. ¿Cómo te llamas tú? Yo Maggei.

Había evitado durante todo el vuelo la incomoda pregunta, pero aquella niña que tanto la recordaba a ella, tan viva como activa y maravillosa, no era fácil de eludir cuando te miraba con sus grandes ojos azules.

—¿Cómo me llamo? —La mujer se puso en pie y tomó su bolso. Por el pasillo se acercaba la azafata que tenía que llevar a la niña con sus padres. —Bueno, tengo muchos nombres...

—¿Pero cómo te llamas? ¡Dime uno! ¿Cómo te llaman tus amigos?

—Puedes llamarme... —La azafata se había detenido a hablar con unos pasajeros a dos filas de distancia de ellas. Y la mujer aprovechó para acercarse al oído de la niña por última vez— Mi madre me llamaba Norma, y ahora me llamo Zelda, pero todos mis amigos me llaman Marilyn.




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